*Como a la tierra de Chimalistac la partía el río, en el Siglo XVII el colegio de los padres Carmelitas de San Ángel creó un puente para conectar ambas riberas; entre huertos de frutas y legumbres de los que hoy -cuatro siglos después- sobrevive su ardiente verde de árboles
Aníbal Santiago
Ciudad de México (CDMX).- Los puentes, sean de madera, acero, piedra, hormigón, sortean algo: ríos con feroces cocodrilos del Nilo, fosos con dragones en castillos medievales, riscos de abismos mortales, autopistas de trailers sanguinarios, estuarios con tiburones blancos. Por eso, no existen en el mundo demasiados puentes que no crucen riesgo alguno, que sirvan para sortear absolutamente nada.
Pero como somos el país inaudito, en México sí existen puentes que eluden por arriba ni un solo peligro. Bajo el Puente del Púlpito no hay abismos, menos dragones y ni siquiera inocentes pececitos ángel. ¿Cómo es eso? Pues por una antigua desgracia: en la capital del país entubamos nuestros ríos y los volvimos furiosas avenidas -como el Viaducto Miguel Alemán- aunque también, caso rarísimo, primorosos parques: como el de Chimalistac sobre lo que era el Río Magdalena, una corriente nacida en la Sierra de las Cruces de Tlalpan y engordada por los manantiales de Contreras que descendían con potencia.
Como a la tierra de Chimalistac la partía el río, en el Siglo XVII el colegio de los padres Carmelitas de San Ángel creó un puente para conectar ambas riberas. Entre huertos de frutas y legumbres de los que hoy -cuatro siglos después- sobrevive su ardiente verde de árboles, plantas, helechos, los consagrados a Jesús crearon un sólido puente de ladrillo rojo y toneladas de la roca volcánica que hace 1700 años legó al Valle de México la erupción del Xitle.
Al subir la estructura de dos metros y avanzar otros 10, los religiosos eludirían el agua, desde luego. Pero el paso elevado de muros de piedra volcánica y ladrillos rojos labrados en cuña para formar el arco sirvieron hace cuatro siglos años para mucho más. Si hoy uno/una sube los 14 escalones del lado oriente, se coloca en medio del Puente del Púlpito y canta aquella de Café Tacvuba que dice: Veintiocho días navegué por la orilla de un río / Todas las horas del día sin descansar / Crucé el desierto, la selva, el bosque de montaña / Pero el cansado río me dijo “basta ya”, en realidad no pasará absolutamente nada. Si acaso te verá raro uno de los estudiantes de la vecina Preparatoria Insurgentes que cada tarde vienen a cotorrear y romancear en un paraje más propio de donde deambulaba el Quijote de La Mancha que del sur de la Ciudad de México, vecino del caos de peseros y los calderos de fritangas del Metro Miguel Ángel de Quevedo.
Pero hace cuatro siglos, subirse al puente y acomodar la voz anticipaba el ensayo de misa para los adolescentes candidatos a curas. Los seminaristas ascendían y su voz, en una homilía simulada, debía ser más fuerte que el sonido de la corriente del Río Magdalena. Según el historiador Francisco Fernández del Castillo, se hacían para “que perdieran la timidez y en la parte más agreste, allí donde el raudal se precipitaba formando una pequeña cascada, se colocaban el rector, los profesores y los novicios que iban a escuchar el sermón o la disertación del alumno”. Y un erudito anónimo complementó: “El sonido del río les ayudaba a controlar el equilibrio entre intensidad, volumen y claridad de la voz para el momento de oficiar misas”. Es decir, el puente se volvía un púlpito bajo el que todavía queda, a la altura de la calle, una terraza con bancas para ver al cielo chilango que se aferra al azul pese al dióxido de azufre de nuestro aire.
Hacia 1904 el río fue entubado y se volvió un jardín atravesado por corredores y parejitas de enamorados. Como de aquellas aguas cristalinas de la época de la Colonia no queda nada salvo el nombre “Avenida Paseo del Río” donde el Puente del Púlpito se alza, forzar tus pulmones no servirá gran cosa si lo que pretendes es entrenarte para encabezar la Eucaristía en la iglesia de tu barrio. Sin embargo, tu voz fluirá en el curso de lo que fue el río y que hoy ocupan en un sendero árboles monumentales, filodendros con hojas de tamaño prehistórico, aloes espinosos, bugambilias escarlatas. No te oirán sacerdotes de mirada severa pero sí te acompañarán con su canto los gorriones y las tortolitas de estas insólitas cuadras virreinales.
Eso sí, es posible que con tu canto asustes a los montones de lagartijas que habitan los escondrijos de piedra de los que brotan hierbajos, las verdaderas dueñas del Puente del Púlpito.
Pero no te apenes: tú sube y canta.